A la memoria de mi amigo Mário Emilio Forte Bigotte Chorão
La naturaleza y sus dimensiones
El término «derecho natural» está en desuso, su concepto ha sido apartado y la realidad que expresa cancelada. Es lo normal cuando se niega la realidad, sustituida por la efectividad, o al menos la posibilidad de acceso a aquélla. Lo que ha ocurrido en otros momentos de la historia, pero quizá no con la intensidad de hoy.
Vamos paso a paso.
Hegel, sintetizando la gnosis de la cultura protestante, entendía que lo efectivo es real y lo real racional. Pero la afirmación, como detecta de inmediato el sentido común, es absurda. La enfermedad, por ejemplo, es patológica, no fisiológica, y para poder definirla es necesaria la realidad positiva de la salud. Como la amistad es la condición de la enemistad, no al revés: no se puede ser «amigos» sólo porque se encuentra un enemigo común. Éste puede facilitar el «reconocimiento» de la amistad, pero no ser –a diferencia de lo que sostiene Carl Schmitt– su elemento constitutivo: sólo la identidad metafísica permite determinar las diferencias, no al revés. Esa confusión de la realidad con la efectividad, explica Danilo Castellano, está en el origen de otras tantas: la sociología con la filosofía, la política con el poder, la libertad con la liberación, el derecho sustancial con el formalismo jurídico…
Así pues, la realidad óntica de las cosas nos viene dada, es un dato, que no depende de la voluntad humana, como la existencia del individuo que tiene el acto de ser (esse) no depende de su voluntad. Y es cognoscible, aunque sujeta a error, por nuestra inteligencia, como se ven forzados a reconocer en la práctica incluso quienes, como Kant, negaban que pudiera conocerse el noumeno. Es difícil pensar, se ha escrito, que no distinguiese los entes (hombres y animales) y las cosas. Como lo es que no distinguiese un hombre de un caballo o de un perro, o que creyese que un animal podía escribir una Crítica de la razón: incluso quienes de palabra, pues, afirman la incognoscibilidad de los entes y de las cosas, demuestran en último término conocer la esencia de las mismas y considerarla «reguladora» (aunque no siempre extraigan correctamente las consecuencias). Lo que destaca, ha escrito Danilo Castellano, en todo caso, es el hecho de que la “datidad”, que no es producto de la razón ni de la voluntad, se impone al conocimiento humano (representando la condición del mismo) y ofrece el criterio para juzgar de la legitimidad del obrar humano. La “datidad” de los entes, en particular la del sujeto humano, no permite «desmembrar» el ente y el sujeto. Aquel puede ser imperfecto, pero la imperfección no es un argumento en favor de la tesis según la cual ésta (es decir, la imperfección) causaría un cambio esencial del ente y/o del sujeto.
Dentro de esa realidad dada, que el hombre puede llegar a conocer, se hace preciso distinguir entre la naturaleza de todas las cosas (natura rerum) y la de cada cosa (natura rei). Los genitivos respectivos comprenden las «cosas divinas y humanas», según la definición de Ulpiano, que el derecho se aplica a conocer a fin de discernir en ellas lo justo de lo injusto. Pero –explica Vallet de Goytisolo– si con la primera expresión se atiende al conjunto de las mismas, en la segunda se considera cada una separadamente. Sin excluir en ambos casos a los hombres y sus relaciones, tanto entre sí (instituciones, comunidades y sociedades) como con el entorno (físico, climático y biológico). Comprende en suma el orden dinámico ínsito por Dios en su obra creadora, dentro de la que los hombres actúan como causas segundas.
Puede el hombre utilizar y mejorar la naturaleza (ars addita naturae), pero no desconocerla ni sustraerse a ella. Las tendencias revolucionarias, al pretender cambiarla radicalmente, construyen un mundo artificial, esto es, abocan a la catástrofe. En lo que toca al orden social y político se advierte también que hay instituciones corruptoras, generadoras de malos resultados morales y materiales, al lado de otras fructíferas para el bien espiritual y temporal de los pueblos. Y como esos resultados a veces no se producen inmediatamente es necesaria una perspectiva histórica que permita aprender de anteriores experiencias propias y de experiencias ajenas.
Conforme a la concepción clásica que ha ilustrado Michel Villey, pues, la naturaleza de las cosas engloba abiertamente y sin reservas todo lo que existe en nuestro mundo, no sólo los objetos físicos materiales, sino también la integridad del hombre y las instituciones sociales, en su diversidad y movilidad, o sea, con sus relaciones de causalidad material y eficiente, pero también formal y final. Por eso no hay «falacia naturalista», pues el deber ser brota del ser.
El concepto de naturaleza es así amplio, comprensivo, dinámico, teleológico, el único que por su sentido debe tener cabida en el ámbito moral y jurídico.
El derecho y el derecho natural
En ese universo, el derecho sólo ocupa una porción de la vida social del hombre, entre otras dos, las del amor y de la fuerza, de las que además –dice el ya citado Vallet de Goytisolo– tiene necesidad para desarrollarse. Sin poder para imponer lo que es justo llega el desorden y la anarquía; pero sin el amor el poder se convierte a menudo en arbitrario y el peso de la estructura aplasta la sociedad, masificándola primero y destruyéndola finalmente.
La referencia esencial del derecho es a la justicia. Lo que es justo: id quod iustum est. El resto de los términos con que se asocia lo son por analogía: el arte por el que se discierne, la sentencia en que se determina, la ley que lo fija para la mayoría de los casos (id quod plerumque accidit) siempre que el hecho del tipo coincida con el del caso, la facultad justa de exigir un comportamiento de otro… Hallar lo justo en una relación implica penetrar su esencia y sus accidentes.
Se habla de derecho natural y de derecho positivo. Aristóteles, en cambio, hablaba de un «derecho legal» (dikaion nomikon) al lado de otro «natural» (dikaion pysikon). El derecho legal constituye una parte del derecho político (esto es, el de la polis), fundado sobre la ley, a diferencia del natural, fundado en la naturaleza. Es durante la Edad Media cuando se difunde la expresión «derecho positivo» como aquel «puesto» (positum) por el legislador, a diferencia de aquel que existe independientemente de toda positivación.
Pero la base es siempre el llamado natural, del que el positivo es complemento como conocimiento o determinación. El derecho positivo presenta una primera función de conocimiento del derecho natural. Así cuando los Códigos indican, por ejemplo, que los hijos deben respetar a los padres, que los cónyuges deben guardarse fidelidad en el matrimonio o que en la compraventa la parte vendedora debe entregar la cosa. Son reglas de derecho natural o, si se quiere, inmanentes al contrato. Si bien resulta más importante aún el papel que el derecho positivo desempeña en la determinación concreta de lo que es justo. Dice a este propósito Santo Tomás de Aquino que el derecho o lo que es justo se dice que es una acción adecuada a otra según cierto modo de igualdad. Pero algo puede ser adecuado a un hombre en un doble sentido: primero, por la naturaleza misma de la cosa, como cuando alguien da tanto para recibir otro tanto. Esto se llama derecho natural. En un segundo sentido, algo es adecuado o de igual medida a otro por convención o común acuerdo, es decir, cuando uno se considera contento si recibe tanto. Esto, ciertamente, puede hacerse de dos maneras: una primera, por cierto convenio privado, como el que se establece por un acto entre personas privadas; y la segunda, por convención pública, como cuando todo el pueblo consiente que algo se tenga como adecuado y ajustado a otro, o cuando esto lo ordena el gobernante, que tiene el cuidado del pueblo y representa su persona. Esto se llama derecho positivo. Así, aunque en el primer caso el derecho natural exige el equilibrio entre las prestaciones, no puede dejar de intervenir el derecho positivo a través de la determinación de las mismas. Y cuando el derecho positivo ha fijado una solución en lugar de otra, lo que hasta entonces era relativamente indiferente (el precio de la cosa intercambiada, el límite de la mayoría de edad, etc.) se convierte en justo.
Aunque, para que esto ocurra, es necesario que la medida positiva sea conforme con el derecho natural. Que es, pues, el fundamento del derecho positivo. Esta afirmación, explica Alain Sériaux, puede comprenderse en dos sentidos, uno negativo y otro dinámico. En el primero pone límites que la ley positiva no debe traspasar. La mayoría de edad depende de la madurez de la persona, que se fija con carácter general atendiendo a la realidad psicofísica y a la situación social. Que excluye, en cambio, la desmesura (el derecho es medida) de señalarla a los tres o a los sesenta años, por seguir con el ejemplo. En el sentido dinámico, finalmente, el derecho natural ha de ser el punto de mira del positivo, que sólo es justo (y consiguientemente verdadero derecho) en la medida en que tiende hacia el natural.
No estamos, pues, en presencia de una especie de código ideal, ni tampoco de pura axiología. De manera que caen las objeciones de inmovilismo e incertidumbre que a menudo se le han lanzado. El derecho natural recoge la esencia del derecho (su ontología), que conduce a una serie de principios (criteriología) y se concreta en un verdadero arte de hallar soluciones justas (metodología). Como se ha dicho de Vallet de Goytisolo, uno de los representantes hispánicos más importantes del derecho natural clásico de la segunda mitad del siglo XX y el primer decenio del XXI, la realidad del derecho natural cobra vida cada vez que el jurista consigue descubrir lo justo concreto, mediante una cuidadosa depuración de los hechos para penetrar en la naturaleza de las cosas, valiéndose de los principios generales, de las leyes y de la costumbre, y también de las pautas de valor, la jurisprudencia, la doctrina, la historia de la institución, y la buena razón plasmada en el derecho común. De esta manera, incluso el derecho romano y la historia del derecho dejan de ser reliquias y reciben aplicación práctica, como elementos mediadores entre la naturaleza de las cosas y el hecho jurídico.